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Goloso

en Zoofilia

GOLOSO

¡ Qué triste es la vida de la viuda que al marido llora!. Así era la coplilla , repetida una y mil veces, que sonaba en la radio. Y Encarna, sin poderlo remediar, la tarareaba mientras se enjuagaba dos gruesos lagrimones.

Triste, triste, triste. Tristeza de amor, de soledad, de mesa con plato único y lecho vacío.

Aburridos días, larguísimas noches. Anocheceres sombríos, amaneceres crueles. Viuda, sin hijos. Sin padre , ni madre, ni perrito que le ladre.

¿Perrito? – piensa Encarna de repente - ¿ Y si tuviese uno ?. Podría hacerme compañía, y lo cuidaría casi como a un hijo. Volcaría en él todo este amor que me ahoga, que me sofoca, que me pudre. ¡Decidido, compraré uno!.

Sale como una flecha hacia la tienda de animales. Se comprará el más bonito, el más caro, el que tenga más pedigrí.

CERRADO – reza el cartel. Encarna maldice mirando el reloj de pulsera. Por un simple retraso no pilló el establecimiento abierto. Ahora tendrá que esperar hasta el lunes.

Camina hacia casa, arrastrando los pies, sintiéndose más sola que nunca. Este fin de semana se le hará interminable. Lo sabe. Ella se conoce : cuando se hace la ilusión sobre algo, tiene que conseguirlo enseguida.

Absorta en sus pensamientos, tropieza con un bulto que se interpone en su camino. Chilla del susto la mujer, aulla lastimeramente el perro. Porque es un perro, aunque no lo parezca. Es el típico producto de la calle. Una amalgama de razas ( a cual más baja ) que han fructificado en un can de color indefinido, de pelaje infame , que cojea visiblemente mientras la mira con ojos muy asustados, muy tristes, muy de vuelta de todo.

Encarna siente remordimiento. El pisotón debió dolerle bastante al pobre chucho. Se agacha para acortar distancias, haciéndole con la mano ese gesto universal que se hace para ganar la confianza de alguien. El perro huye unos pasos. Mira hacia atrás, hacia la mujer agachada. Parece que le está ofreciendo algo. Una galleta que – rebuscando en el bolso- ha encontrado Encarna. Desanda el perro el camino andando, mirando la galleta con ojos famélicos y lengua que chorrea gotas de hambre…

La mujer camina rápido, mirando de refilón al perrillo que trota unos pasos tras ella. Se detiene . Frena también el perro. Camina. Anda el chucho pisándole los talones.

Recuerda que en la cocina quedó un tazón con leche y miel, que se olvidó de tomar con la premura de salir hacia la tienda. Lo calienta unos segundos en el microondas, y lo saca hasta el umbral de la puerta, donde remolonea el perro sin saber qué hacer. La leche tibia es un imán que atrae los jugos gástricos perrunos. Y con los jugos, al resto del perro. Lame a velocidad prodigiosa la taza desportillada, hasta que su lengua amenaza con desgastar la loza coloreada de azul.

Encarna deja la puerta entornada, adentrándose en su vivienda con el corazón en un hilo. Sentada en una mecedora, espera y espera. Hasta que nota en su mano la tibia humedad de una lengüecita, que elimina de sus dedos el dulzor sabroso que dejó la miel.

***

Hay días que Encarna echa en falta algo. Ya no es compañía, ni cariño – porque tiene la de su amado chucho Goloso – sino algo más carnal. La mujer tiene necesidades , como cualquier hembra en ayunas de sexo. Sin embargo le horroriza pensar en tener "algo" con un hombre. ¡ Ella es muy decente!.¡ Jamás, nadie, podrá decir ni un tanto así de ella!.

Un día, no recuerda cuando, oyó en algún sitio algo relacionado con una mujer y su perro. Entonces no le prestó atención al tema. Le pareció tan asqueroso, tan fuera del "orden natural" de las cosas, que lo borró de su mente. De eso ya hacía bastante tiempo. Seguramente años.

Esta noche, sin saber cómo ni porqué, ha tenido un sueño horrible, deleznable. Todavía se estremece al recordarlo : estaba en un duermevela, agotada tras un día de limpieza general. De repente, una sensación placentera, un gustirrinín que años ha que no sentía, le rebulló por la entrepierna. Al incorporarse – en el sueño – veía a su perrito, a su hijito del alma, a su Goloso, hociqueando sobre sus bragas, olisqueando, pegándole con el morrito donde más le dolía … o donde más le gustaba. Tanto es así, que ha despertado con el sexo latiéndole como una bomba a punto de estallar.

El placer que ha sentido en el sueño le viene una y otra vez a la mente. ¡ Ha sido maravilloso!. Pero, luego, se obliga a sí misma a tener un repeluzno: debe quitarse de la cabeza esos pensamientos. ¡No, no y no!. ¡ Ella jamás caerá tan bajo!.

Con las sombras de la tarde, la torre inexpugnable de su voluntad ya está semiderruida. A la hora de la cena ya ha tomado una decisión : como nadie lo sabrá ( y solo lo hará una vez ), no está mal que lo haga. Porque no hay derecho a que un ser humano tenga unos deseos tan enormes de gozar, y no se lo pueda permitir. Además, en los Mandamientos solo se habla de no pecar con hombres : con Goloso no dice nada.

Encarna, una vez tomada la decisión, no sabe como hacerlo, como "prepararse" para convencer a Goloso de que haga lo que ella quiere.

Como es verano va prácticamente desnuda. Una ligera camisilla de dormir y nada más.

Con picardía, esa noche no le da de cenar al perrillo.

Pensando que un olor fuerte llamará más la atención del can, hoy no se ha lavado sus partes íntimas. Se sienta en la mecedora, patiabierta, con la camisilla enrollada en las caderas. Llama al perro.

. ¡ Goloso, ven cariño!.

El chucho, cariñoso como siempre, acude agitando el rabo a derecha e izquierda. Mira a su ama a los ojos. Ella le indica con un gesto – con algo de rubor – que se acerque a su entrepierna. El perro coloca las patas delanteras sobre la rejilla del asiento, arrima el hocico a la zona desconocida de su ama , y … se aparta de golpe.

Encarna se pone colorada. Recuerda que a su difunto tampoco le gustaba el olor fortísimo de su sexo. Corre hacia el baño y llena de agua el bidet. Muy caliente, casi hirviendo. Que no quede rastro del olor a marisco.

-¡ Ven , cariño , ven!.- vuelve a llamar con voz melosa, abriendo su concha enrojecida con los dedos índice y corazón de la mano izquierda.

Se repite el acercamiento perruno. Ahora hasta casi llega a mojarle los labios vaginales con la punta de la lengüecita . Pero, otra vez, el perro hace marcha atrás.

La mujer se da por vencida. Está enfadada consigo misma y con el perro. Casi está a punto de castigarlo sin cenar. El perrillo la mira con ojos mimosos, con la adoración asomando a borbotones a su carita tan fea.

Encarna se arrepiente de su arrebato. Le prepara la leche de todas las noches. Con miel, naturalmente. Tanta hambre tiene el perro, que roza el brazo de ella mientras le está añadiendo el dulce manjar a la leche, y un hilillo de miel cae en el pié desnudo de la mujer y en la pantorrilla. El chasquido de la lengua de Goloso suena a mil por hora . Encarna se relaja en la mecedora, algo triste por haber fracasado en el intento. Pero algo ocurre, algo está pasando que la deja inmóvil : Goloso terminó su leche… y sigue lamiendo – con gula – el pie de su dueña, y la pantorrilla.

Una luz se enciende en la mente femenina :

¡Claro! ¿ Cómo no lo había pensado?. Goloso es … ¡¡ Goloso ¡!!.

Una sonrisa triunfal ilumina su rostro. Agarra el tarro de la miel , lo destapa y – poco a poco –lo vuelca sobre su cuerpo dejando un rastro desde la pantorrilla hasta el muslo. En la ingle se regodea marcando bien el camino, apelmazando los vellos y desbordando la grieta con el dulcísimo mejunje. Apura lo que queda dibujando una diana melosa , cuyo centro natural es su enrojecido clítoris.

Y Goloso sabe hacer honor a su nombre. Su velocísima, tibia, deliciosa lengua, deja un surco de fuego desde el tobillo hasta la sabrosa caverna humana, enjuagando los charcos de flujo e hidromiel, de maná y miel de romero y flores. Goza su dueña como jamás gozó. Gime como jamás gimió. Llora de alegría como jamás lloró.

Y se siente feliz pensando en los tarros y tarros de miel que tiene de provisión en la despensa.

Y espera, de todo corazón, que Goloso no llegue a sufrir de diabetes, como su difunto marido.

 

Carletto.

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